Una de las cuestiones que atraviesa la relación entre la superpotencia y su aliado eminente es, justamente, la de la no proliferación. Desde 1981, cuando el entonces primer ministro israelí Menahem Begin ordenó bombardear dos reactores nucleares que Irak estaba construyendo con ayuda de Francia, Israel se apartó doblemente del régimen internacional basado en el Tratado de No Proliferación, vigente desde 1970. Por un lado, al continuar con el desarrollo de su propia arma nuclear; por el otro, al establecer, por la fuerza, un perímetro de no proliferación a su alrededor.
A la anulación de la capacidad nuclear de Irak le siguió, en 2007, la destrucción del reactor de Deir ez-Zor en Siria, ordenada por otro jefe de gobierno, Ehud Olmert. Desde entonces y hasta ahora, Israel sigue ejerciendo su poder de policía en la región, con foco sobre Irán, un enemigo varias órdenes de magnitud más importante que los dos países árabes que atacara antes.
Al menos hasta la llegada de Trump, EE UU había optado por un régimen internacional institucionalizado para evitar la proliferación. En el inicio, esa era la opción que le daba legitimidad a su capacidad material de impedir el acceso al arma nuclear a los países que no la tenían ya y era la única forma de gestionar ese orden en coordinación con su gran adversario de entonces, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Begin abolló ese régimen en 1981, provocando un deterioro de las relaciones con Washington que tardó varios años en repararse del todo. Tras el fin de la Guerra Fría, creció la tolerancia de EE UU a la autogestión israelí: en 2007, a Olmert le bastó con evitar la humillación pública del tirano sirio Bashar Assad, al no reivindicar públicamente la autoría del bombardeo, para no recibir el regaño estadounidense.
El ataque en curso, que Israel presenta como “preventivo”, es parte de una ecuación que hoy incluye a un Donald Trump zigzagueante, que a principios de esta semana pedía a Israel abstenerse de actuar contra Irán y que, ante la desobediencia consumada, consideraba al final de la misma semana que la operación había sido excelente y se permitía prometerle a los ayatolás, casi como vocero de Israel, mucho más castigo.
Como en toda su política exterior, Trump está tironeado entre su promesa demagógica de lograr soluciones inmediatas a todas las guerras del mundo y la dura realidad de conflictos que, trágicamente, terminan siendo incentivados por la inconsistencia de la política estadounidense. La coalición trumpista pretende conciliar a una base popular de MAGA men seducidos por el aislacionismo y ansiosos por sustraer a EE UU de cualquier guerra extranjera y los halcones republicanos del Senado embanderados con Benjamín Netanyahu.
En ese hiato de indecisión, el primer ministro israelí maximiza su libertad para hacer cualquier cosa que le asegure su supervivencia política, aún a costa de volver perenne la inseguridad de Israel en la región. La agresión a Irán potencia incentivos a favor de la proliferación nuclear como única manera de defenderse que ya están en auge debido a los amagues de EE UU de retirarle el paraguas de protección a sus aliados. Sin haberse asegurado la destrucción del programa bélico nuclear iraní, Netanyahu ha puesto un granito de arena para que un puñado de gobiernos que no las tienen, en distintos rincones del mundo, le esté pidiendo a sus ingenieros los planos de futuras armas nucleares.